La Playita

Autor: Tunchi
Marzo 2007
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Llegamos a la bajada. Sabe dios cuántas toneladas de tierra muerta nos esperaba. La neblina abrazaba San Miguel esa mañana y el viento juraba estrellar muchas partículas de polvo en los ojos, en los cabellos, en la ropita limpia y en las zapatillas decentes.

Tunchi quería tomar fotos de La Costanera, quería descender al pie del acantilado y capturar todo lo que aquel olvidado lugar podía ofrecerle para saciar la curiosidad de una puta vez. Creo que yo iba motivado por los años que habían transcurrido desde la última vez que estuve ahí. En ese entonces era niño y estar por esos parajes me daba miedo, o algo parecido a la angustia, como si de un momento a otro las salidas fueran a desparecer quedando atrapado para siempre en aquel lugar habitado por la desolación. O quizás solo iba acompañando al Tunchi porque la aventura prometía de recompensa unas cervezas.

Comenzamos el descenso, nuestros pies se hundían con cautela sobre la tierra. De producirse una caída la idea de resultar heridos era la que menos nos preocupaba, lo que nos preocupaba era el terminar revolcados. Era como caminar sobre miles de cadáveres hechos polvo con el tiempo.

Queríamos terminar rápidamente aquella primera parte del recorrido por lo que evitábamos detenernos; sin embargo, tuvimos que hacerlo porque algo llamó nuestra atención: caca, caca sacada a raspadas con violencia del poto, pegada a un papel periódico, y no cualquier caca, caca de loco, de fumón. El Tunchi estaba contento, a diez pasos de empezada la marcha, ya tenía su primera foto.

Al pie del acantilado no había gente. A lo lejos unos camiones descargaban desmonte sobre el mar y sobre más desmonte. Aquí terminaban las casas una vez que las derrumbaban para construir edificios en su lugar. Aquí, alimentando lo que algún día será la continuación de la costa verde y alimentando, por supuesto, los bolsillos del municipio, mientras, los que vivimos cerca nos llenamos los pulmones de polvo. Estuvimos unos minutos mirando el paisaje, luego decidimos avanzar.

Avanzábamos con dirección al Callao. Al frente nuestro se extendía un desierto hecho con los cuerpos mutilados de casas y basura de toda clase. A la derecha, a diez metros sobre nosotros, los edificios, los vecinos comprando pan, uno que otro haciendo ejercicios, los autos pasando de vez en cuando, en fin, el domingo. Y a nuestra izquierda, el mar. El mar enfermo y violento de San miguel estrellándose una y otra vez sobre las piedras, vomitando espuma…

Lo primero -que creí que encontraríamos- era el túnel. Y así fue. Muchos años antes cuando San Miguel todavía era un fundo y esta playa era un balneario exclusivo, el túnel conectaba las haciendas con la playa. Los fundos dejaron de existir y el túnel fue clausurado. Probablemente el camino haya sido rellenado primero y luego construyeron muros tapando las entradas. Pero de no ser así, el muro que teníamos ante nosotros sería la entrada a una oscuridad absoluta que avanzaba kilómetros hacia lo desconocido. Un muro derruido que permitía ver la piel negra del túnel, como si se tratara de una mujer que se desprende de la ropa para seducirnos. Tras el muro el túnel parecía llamarnos y la oscuridad parecía temblar, excitada ante nuestra presencia, como si no pudiera contener más las ganas de saltar sobre nosotros y devorarnos.

El Tunchi y yo decidimos no entrar, no crean que por falta de valor, sino porque al asomar las cabezas vimos siluetas de cuerpos descansando sobre el suelo e indicios de que la entrada era habitada, y como somos muchachos educados no quisimos incomodar a nadie.

En San Miguel está Maranguita, el centro de reclusión de menores, pero también está el Hermelinda Carrera, que es un centro de reclusión solo que de mujeres. La parte trasera del Hermelinda Carrera da al acantilado y fue lo segundo con lo que nos topamos.

Sobre la neblina se levantada una cruz, contemplando las millas de mar marrón y furioso de San Miguel y a los desesperados que llegaban a rondarla como si fueran almas atrapadas entre este mundo y el Más Allá. La cruz era color ceniza, el mismo color del cielo ese día y se erguía sobre una capilla acribillada durante años por el viento y el salitre, capilla que era sostenida no sé si por Dios o alguien más porque hasta Dios sabe bien por donde meterse. Al verla me sentí como atrapado en una canción de Eskorbuto y mientras disfrutaba de esa sensación la cámara de Tunchi hizo lo suyo. Luego, continuamos.

Se hicieron unas cuantas fotos antes de ascender nuevamente a la avenida. Hasta ese entonces, no habíamos tenido contacto con otras almas que no fueran las nuestras y la verdad es que no íbamos entusiasmados con la idea de hacer vida social porque el lugar era famoso por ser guarida de pasteleros, cosa que en realidad lo era. Una suerte de resort veraniego con vista al mar, arrulladoras olas y, sobre todo, alejado de miradas inquisidoras o juiciosas o algo que recuerde a estos ilustres inquilinos aquello que han dejado de ser. Al menos hasta ese momento, en el que a veinte metros de su tertulia matutina, aparecimos Tunchi y yo con el descaro de ir paseando una cámara que podía pagar todo un mes de perdición.

El Tunchi reconocía que aquel grupo seducido por las carnes del vicio era oportunidad propicia para una buena foto. Supongo que se sintió como un fotógrafo del National Geographic que, a pocos metros de una jauría de hienas, observa como éstas hacen su día con la desgracia de otro animal, pero yo me sentía como el huevón que está detrás del fotógrafo cuidando los pellejos de ambos por si las cosas se ponían feas con las hienas.

Así que, haciendo oído de la prudencia, resolvimos continuar con el recorrido desde la Costanera (unos metros arriba nuestro) y hacer las fotos desde ahí. Mientras subíamos no faltaron palabras de consuelo como: “si hubiera venido más gente, de hecho pasábamos de largo” o “si hubiera sido una cámara más barata, entonces normal arriesgarnos…”

El caso fue que se evitaron sucesos violentos o de peligro. Aunque eso si les diré, no sé hasta qué punto es positivo o innecesario cuando uno está en el oficio fisgón de secuestrar imágenes de la realidad.

Para tomar fotos desde la costanera -cuando se trataba de paisajes- la cosa era sencilla, pero cuando se trataba de fulanos la cosa se complicaba. Porque uno nunca sabe como van a reaccionar las celebridades del acantilado cuando se les quiere inmortalizar fumando pasta o cagando. Así que tuvimos que hacer la de paparazzis escondiendo la cámara bajo el brazo u ocultándonos nosotros mismos tras una roca.

Como dije antes, avanzábamos con dirección al Callao, y al parecer estábamos bastante cerca pues ya se podían ver las siluetas de los barracones unos kilómetros adelante nuestro. Sin embargo, no teníamos pensado agregar nuevos kilómetros al recorrido porque el ambiente se inundaba de olor a desagüe y esto era señal de que el final de nuestro paseo dominguero estaba cerca.

El olor a desagüe se hacía intenso, llegando al punto en el que dificultó la respiración. No obstante, más atraídos por la pestilencia que repelidos, nos acercamos al borde del acantilado y echamos un vistazo en busca del causante de tal olor.

Cientos de gaviotas revoloteaban alrededor de una inmensa tubería y del cauce de aguas inmundas que salía de ella formando una pequeña catarata. Estas aguas cargaban con los desechos fecales, y con todo lo que media Lima podía hacer pasar por el water, conduciéndolos hasta la playita y luego al mar. El viento soplaba muy fuerte, no sé si porque la mierda tiene influencia en la intensidad del viento o por piñas, pero el caso es que estrellaba cientos de gotas de aquella agua en nuestros cuerpos. Me alejé del acantilado y deje al Tunchi hacer las fotos, después de todo no quería interrumpir su concentración.

La última fotografía que se tomó fue la de una tubería que se encontraba a unos metros de la anterior, solo que ésta estaba en desuso y la superaba por mucho en tamaño. Aquel gusano metálico que se elevaba por sobre la playa trajo a mi mente imágenes de guerras nucleares, devastaciones, el fin de la civilización seguido de un silencio ensordecedor y eterno en donde los vestigios del mundo esperan pacientes a que algo ocurra.

Aquella última tubería se encontraba a la altura de la cuadra 25 de la Costanera. Regresé la mirada tratando de ver el inicio de nuestro recorrido, pero éste estaba oculto tras una cortina de niebla y veintitrés cuadras que se extendían ondulándose. Pensé en mi desayuno y en las chelas… ya era hora de regresar.

Texto: Luis